Serpientes

I
El terror de los suburbios

Impregnaba el aire un frío seco que se agarraba a la piel con desesperada fuerza, que atravesaba los huesos y hacía temblar hasta el alma. Era un aire que olía a humo y óxido, el aroma particular de aquel lugar que, si alguna vez gozó de nombre digno, éste había quedado largamente olvidado. En los suburbios, la supervivencia no era tarea sencilla, ni siquiera para las serpientes, los felinos o las ratas. Únicamente seres despiadados crecían allí; la escoria de la sociedad.

Los suburbios, cuya sola mención lograba acelerar el corazón protector de una madre, formaban parte de las advertencias que los niños afortunados oían incontables veces a lo largo de su infancia. No eran sin fundamento tales temores, sin embargo, porque nadie en su sano juicio, nacido en un hogar cálido y sin saber lo que es el hambre, osaría acercarse a las profundidades oscuras, escondidas y olvidadas al final de la región de Vack.

En este lugar se crió una joven desafortunada como pocos lo habían sido. Años interminables de atroces labores le habían concedido el apodo de la Mamba Negra. Su corazón helado se reflejaba en sus ojos grises y de pupilas diminutas. Todos la conocían, más por monstruo que por persona, pero muy pocos sabían su nombre.

Lila; así la había nombrado su madre diez días después de su nacimiento. El instinto de la mujer le gritó que se deshiciera de la niña e intentó prestarle oídos atentamente durante esos días en que la tuvo escondida. Reflexionó durante horas y horas, todo para acabar ignorando aquellos temores con la ingenua esperanza de que su llegada al mundo cambiaría finalmente al padre de la criatura. Pero muy pocas cosas logran inducir el cambio en una persona cuya vida se ha regido desde el principio por la violencia.

Así creció Lila, siendo víctima y testigo de la incesante furia del hombre a quien jamás llegaría a referirse como padre.

Tampoco duró demasiado, solo lo suficiente para dejar una huella que marcaría la vida de Lila.

Siendo un importante y temido criminal, acabó siendo asesinado junto a su mujer poco después de que cumpliera los siete años. No fue piedad lo que salvó a la niña, sino lo único útil que le había enseñado su padre: a esconderse y guardar silencio. Se dice que Lila lo presenció todo, y que pasó horas sentada junto a sus padres, en el frío suelo de esa casa maldita. La encontraron así, con un gato negro y muerto en su regazo. Fue Gabriel, quien se podía considerar el mejor amigo de su padre, el primero en hablar con Lila. Conmocionado por lo sucedido, apenas pudo preguntarle si se encontraba bien. Ni siquiera reparó en el gato que sostenía o en la forma casi curiosa con la que observaba a los difuntos. 
Con extraña calma, la pequeña dejó el animal inerte a un lado y encogió los hombros. 

—Tengo hambre —fue su respuesta, gélida como la muerte que la rodeaba—. Espero que cocines mejor que mamá. 

Si bien Gabriel había observado el inusual carácter de la niña a medida que iba creciendo, sólo entonces tuvo la certeza de que, siete años atrás, había nacido un monstruo en los suburbios.
Aun así, tomándola de la mano, la llevó a su hogar, le proporcionó alimento y la cuidó como a una hija. 

Diez años habían pasado desde entonces. Lila, fiel al legado de su padre, sembraba el terror en las calles. Era de noche y, como de costumbre, ella se encontraba paseando a solas, vestida con un chaleco ajustado de cuello alto, negro como el sueño eterno. Los guantes de cuero le llegaban hasta el codo, gruesos, preparados para dar y recibir golpes. Sangre manchaba los nudillos, y aunque la oscuridad lo disimulaba, no era necesario ver el rojo para saber que lo mejor era esconderse al ver pasar la figura de la Mamba Negra.

Lila escuchó pasos a su espalda. Reconoció aquel andar inquieto, por lo que no se molestó en girarse.

—¿Qué necesitas, Ash? —quiso saber.

—Que me escondas —respondió su voz rasgada—. Vas a la Agencia, ¿no?

—¿Te sigue alguien?

—No.

Cansada como estaba, Lila decidió darle un voto de confianza y creerle. 

—Entonces sígueme y calla. Alguien nos espía.

Asintiendo, Ash cubrió el cabello rubio y rapado con capucha gris. Observó su alrededor suspicaz, preguntándose dónde estarían los ojos que supuestamente escudriñaban sus pasos. Como no vió nada, procuró no alejarse mucho de ella, manteniendo las manos en los bolsillos y la cabeza baja. 

No tardaron en llegar a la Agencia, edificio medio en ruinas que servía de punto de encuentro para, quizás, la banda criminal más temida de los suburbios: las Serpientes. A ella pertenecían Lila y Ash; prácticamente desde el nacimiento había sido así.

Lila sacó las llaves del bolsillo y entraron deprisa, cerrando la puerta con pestillo al instante. El silenció, antes tenso, se tiñó de calma y al fin pudieron respirar en paz. Contrario a su aspecto exterior, la Agencia, aunque ciertamente vacía y de aspecto abandonado, se mantenía en relativa limpieza y orden. Palpando las paredes, ambos jóvenes atravesaron el recibidor en busca de las escaleras. Conocían el edificio lo suficiente como para poder moverse en la oscuridad absoluta, así que llegaron sin complicaciones y subieron por los escalones estrechos y duros, el eco de sus pisadas rebotando hasta el último piso, donde se encontraba la habitación de Lila. 
Ash jadeando, ella silenciosa como una sombra, alcanzaron la cima de aquel edificio. Pasaron con discreción junto a varias puertas cuyos pomos de plata quebrada reflejaban la luz lunar que se colaba por las ventanas, muy débilmente, como si le resultara un duro esfuerzo traspasar sus cristales. Llegaron a su habitación, entraron. Lila se estiró en la cama y Ash sobre el polvoriento colchón que reposaba en el mismo suelo, en una esquina. Se quedaron en silencio contemplando el techo agrietado. La cama de ella chirriaba con cada movimiento, al igual que las tablas del suelo. La habitación gozaba de una mesita de noche en la que descansaban una lámpara y un libro de anatomía; un escritorio blanco, sobrio; un espejo de cuerpo entero; un pequeño armario y, por último, una ventana cuadrada de marco blanco. Aún así, de algún modo inexplicable, el espacio se veía consumido por una sensación de vacío, tal vez a causa de aquel pulcro orden que le hacía parecer más una bonita miniatura que un lugar donde residiera verdaderamente un ser humano. Ash suspiró.

—¿No me vas a preguntar qué he hecho esta vez?

—No soy tu madre —replicó Lila, tumbándose de lado, hacia él—. Me lo puedo imaginar. Has estado vendiendo esas pastillas otra vez… y otra vez te han pillado. No hay que ser un genio.

Ash gruñó.

—Son los cabrones de los Kaitos, que me tienen fichado —se excusó.

—A mí también me tienen fichada y no me ves escondiéndome en tu casa cada dos noches. Lo que te pasa es que no estás hecho para las calles, cerebrito. Un día de estos te matarán y no pienso ir a tu funeral. 
Lila siempre lograba enfurecer a Ash. Frunció el ceño y sintió el nudo de la ira en el estómago, en las entrañas. Justo cuando estuvo a punto de prometerse cortar lazos con Lila, no por vez primera, ella le dedicó una sonrisa amable desde la cama. Luego, le guiñó un ojo y dijo:

—No te enfades, Ash… Somos amigos, ¿no?

Sin poder evitarlo, Ash asintió. Ella siempre lograba que regresara, no importaba la gravedad de lo que hiciera o dijera. Todos regresaban. No, no eran amigos, pero la necesitaba. Lila no tenía corazón, era como el azúcar, dañina para el corazón, pero dulce y adictiva. A veces, Ash sentía pena por ella. En el fondo, no creía que Lila fuera feliz viviendo sin alma. Nadie lo sería. 
Lo que él no sabía era que había sido Lila quien le había delatado a los Kaitos, aunque tampoco le hubiera sorprendido demasiado descubrirlo. La Mamba Negra lo controlaba todo, al fin y al cabo, y no le convenía que su mano derecha tuviera demasiado éxito en su negocio paralelo y ahorrara lo suficiente como para huir de la banda. 

—¿Cómo llevas la misión? —preguntó Ash, más por aburrimiento que por verdadera curiosidad.

—Bien.

La respuesta no sació ninguno de los sentimientos. Con un suspiro frustrado, se puso de lado para dormir incómodamente. Lila también se rindió ante el sueño. La noche casi parecía serena en el exterior de los suburbios. Casi.
Golpes desagradables en la puerta les despertaron antes de romper el alba. Los siguió la voz de Gabriel, aunque Lila apenas prestó atención a sus palabras. Protestó por lo bajo, anhelando unas horas más de sueño, y se incorporó forzosamente. 

—¡Pasa!

La mano firme de Gabriel hizo crujir el pomo de la puerta al abrir. Sus ojos negros se posaron de inmediato en Ash, mostrando su evidente desagrado hacia el joven. Luego miró a Lila.

—El jefe quiere hablar contigo —anunció.

La piel atezada de Gabriel se veía cubierta por infinidad de arrugas, cicatrices y quemaduras. Aquel duro aspecto, sumado a su eterna seriedad, delataban los años de batalla en esas calles. Antaño, aquel hombre había sido temido a lo largo y ancho de Vack, todavía en busca y captura por la interminable lista de crímenes atribuidos al nombre por el cual le conocían. Ahora era el turno de su hijastra para optar a heredar el reino del terror, todos lo sabían, pero nadie lo mencionaba abiertamente. Al fin y al cabo, muchos jóvenes luchaban por ganarse el respeto del líder de las Serpientes y convertirse en su mano derecha, reemplazando finalmente el rol de Gabriel. 

Aunque el hombre todavía se aferraba a la puerta con aparente prisa por estar en otro lugar, Lila lo ponía en duda, y si así fuera, tampoco le importaba. Se levantó tranquilamente y le dió una patadita a Ash para que hiciera lo mismo. Sonrió al pasar junto a Gabriel. Prácticamente había alcanzado su altura y ambos tenían el cabello negro, aunque el del hombre comenzaba a teñirse de gris. Ahí acababa su parecido.

—El jefe quiere verme… —Lila arqueó una ceja—. ¿Qué querrá de mí?

—Seguro que otra vez te has metido en problemas —resopló Gabriel.

Intentó cerrar la puerta después de que Ash saliera, pero la tarea resultó complicada, ya que el conjunto estaba viejo, desgastado, y no encajaba bien el pestillo con el cerradero de la jamba. Lila observó con diversión el forcejeo. Finalmente, el problema se solucionó con un portazo bien dado. 

—¿Qué has hecho esta vez? —añadió él.

—Tienes poca fé en mí. No he hecho nada. 

—Siempre estás haciendo algo…

—Bueno —interrumpió Ash, incómodo ante la situación—. Yo creo que me voy a ir yendo…

 —No —refutó Gabriel—. Tú vienes conmigo, ahora.
 
Ash no tuvo más remedio que marchar junto a Gabriel como un perro con el rabo entre las piernas. El eco de las pisadas de ambos se perdió a medida que descendían las escaleras, entre penumbras. Pronto, el sol iluminaría los suburbios. O al menos, lo intentaría.

Lila se encaminó entonces hacia la habitación en la que a veces descansaba el líder de las Serpientes, unas puertas y algunos recodos más allá en aquella misma planta, suponiendo que, si había contactado con Gabriel, era porque estaba allí. Sin embargo, no lo encontró al acceder a la estancia. Su estado era mejor que el de la suya propia, una injusticia que tendría que soportar un tiempo más. 

Tampoco fue una molestia encontrarse a solas allí. Un piano de media cola descansaba junto a la doble cama, contra la pared, protegido de la tenue luz solar que comenzaba a filtrarse a través de la ventana de marco tallado sobre ésta. Lila se sentó en la banqueta y rozó con las yemas de los dedos teclas amarillentas y manchadas. Tocó, y la envolvieron melodías durante largos minutos, bellas a pesar del estado desafinado del instrumento poco valorado en el lugar y en los tiempos que corrían. En cambio, para ella no había nada como la música. Experimentaba algo diferente cuando la escuchaba o la tocaba, un sentimiento intenso, más que cualquier otro. 

Al terminar de tocar una pieza triste, se percató de que tenía compañía. Una rata repulsiva la observaba desde una esquina por cuyo hueco, en el zócalo desvencijado, probablemente se habría infiltrado. Lila la contempló un instante, mientras el animal se limpiaba los largos bigotes y miraba alrededor con los ojos vacíos bien abiertos, y al siguiente, sacó una daga de la bota y la arrojó en su dirección con tal velocidad y precisión que eliminó toda esperanza de supervivencia. 

La imagen de su muerte fue de lo más desagradable, aunque Lila no se inmutó. Quiso seguir tocando, pero una voz interrumpió el movimiento de sus pálidos y delgados dedos antes de empezar.

—Cuando tocas, casi pareces humana —habló con desdén—. Y luego haces cosas como esa…

Lila giró el torso para observar al hombre que, temido por ser el líder de las Serpientes, comenzaba a ser demasiado viejo como para poseer dicho título. A sus cuarenta y seis años había conseguido más de lo que cualquier joven podría soñar con obtener allí: respeto, fama, dinero y poder. Siempre vestía con traje y corbata, reminiscencia de los viejos tiempos, eligiendo con frecuencia el negro por encima de los demás colores. Le sentaba bien. 
Lila se puso en pie y asintió a modo de saludo. El hombre se llamaba Enrique, aunque muy pocos conocían el nombre, único modo de mantenerse a salvo en los suburbios. La mayoría lo conocía como Áspid, por tanto. Le había dado grandes oportunidades a Lila, por lo que ésta le debía cierta lealtad, al menos hasta que se demostrara lo contrario. La lealtad de la chica era frágil, lo sabía bien.

—¿Necesitas algo de mí? —quiso saber Lila—. Gabriel ha dicho que querías verme.

—Así es —Enrique se sentó en la cama—. Los Kaitos tendrán una reunión en quince días, en la base del centro de Minas. Ahí será tu misión. Mátalos a todos, no dejes testigos. 

—Eso haré.

—Bien —asintió él, para luego dirigir su mirada melancólica al piano—. La música te hipnotiza. Tal vez te deberían llamar Cobra de Feria en vez de Mamba Negra.

—Muy gracioso.

—Hay algo de humanidad en tí, Lila.

—¿Seguro que quieres humanidad en una de tus Serpientes? —inquirió ella con curiosidad por la súbita simpatía que mostraba el jefe.

—Supongo que no —respondió tras una breve pausa reflexiva—. Vete a trabajar, niña, tienes una misión. Ahora ya sabes dónde y cuándo.

Lila se dispuso a retirarse.

—Por cierto —la interrumpió Enrique, levantándose de su asiento en la cama, cuando Lila ya estaba casi en la puerta—, limpia el desastre que has dejado antes de que vuelva. 

Enrique la rebasó y salió, a saber a dónde, dejándola en la habitación con la rata muerta. Ella exhaló con disimulo, sin ánimo de limpiar nada en ese momento. Finalmente, tras una duda insignificante, se marchó también.

Se tomó su tiempo antes de ponerse a trabajar. Descendió a la planta principal y se encaminó hacia la cocina, una pequeña estancia con una nevera antigua y encimeras de mármol negro. La mayor parte de estantes estaban vacíos, pero Lila logró encontrar algo de comida que Gabriel seguramente había dejado para ella. Encendió el fogón con el mechero medio gastado que guardaba en el bolsillo y se preparó un huevo revuelto, demasiado hecho y poco salado. 

Llevó el plato de vuelta arriba, a la penúltima planta, para desayunar mientras trabajaba en la misión que le había encomendado el jefe. Hacía ya tiempo que Enrique anticipaba aquel sabotaje. Lila ya había estudiado las zonas reclamadas por los Kaitos y ahora, al fin, tenía la información necesaria para atacar.

Atravesó con el plato en la mano una gran sala llena de cubículos de oficina descuidados. Los buenos años de aquel edificio quedaban muy atrás, en tiempos de buena economía, cuando esa agencia ruinosa había operado en negocios más honrados que los que se llevaban a cabo allí actualmente.

La desgracia de los suburbios se remontaba a los años previos al nacimiento de Lila. Gabriel le había contado que los suburbios eran entonces una zona estable, bella incluso, donde una vez llegó luz solar y se respiró aire fresco. Lo llamaban el barrio de Gremios y Minas, aunque más que un barrio era una pequeña ciudad, una espléndida ciudad, como rememoraba Gabriel en ocasiones. 

Todos atribuían el declive a una maldición misteriosa lanzada por los terribles magos de Vack. Lila todavía no había descifrado el fundamento de aquella acusación, no lo entendía. Ella había visto a los magos con sus propios ojos. No imponían respeto a través de la crueldad. Su poder era verdadero, intimidante. Si bien soberbios, eran diligentes; usar la magia no era como disparar un arma, se requerían años de estudio, si no décadas, para dominarla. Tal dedicación no sería malgastada en una maldición tan falta de sentido. Vack no ganaba nada teniendo aquella carga a la que llamaban suburbios. Nadie, en absoluto, ganaba.

Pero la superstición tiende a vencer a la lógica. Sin darle más vueltas, Lila se acercó a uno de los escritorios. Perteneció a su padre y, tras su muerte, lo usaba Gabriel, Lila supuso que por su gran tamaño y el buen estado en el que se encontraba en comparación con los otros, sin grietas ni astillas. 

—Algún día lo heredarás, pequeña —había dicho Gabriel alguna vez.

Pero ella no tenía el menor interés en heredar algo tan burdo que una vez perteneció al hombre que probablemente más había llegado a odiar. Aunque no tenía sentido guardar sentimientos hacia un muerto. 
Abrió el cajón derecho, encontrando allí un mapa casero que mostraba, dibujado con grafito, el edificio que los Kaitos solían usar como sala de reuniones. Dejó el plato de comida sobre la mesa, se sentó en la silla incómoda del escritorio y comenzó a planificar su entrada. Revisó las aperturas en el plano, analizando cada uno de los tres pisos con sus ocho respectivas ventanas. No le pareció complicado infiltrarse. Lila conocía las Minas, zona en la que se encontraba el edificio, y así sabía que se podía acceder a una de las ventanas por un piso abandonado a corta distancia. Las Minas estaban repletas de ellos. Era la zona que dominaban los Kaitos, controlando las excavaciones de cuarzo, material esencial para la magia blanca y valorado altamente por la zona alta de Vack.

Lila concluyó que el reto de la misión sería cómo abordarla una vez dentro. Si querían eliminar a los presentes, debían hacerlo antes de ser detectados. Los Kaitos irían armados y los superarían en número. El único modo de hacer aquello era apagando las luces, ya que la aparente sala de reuniones tenía buena visión por todos los costados y los verían llegar.

Alguien interrumpió su trabajo con tos forzada. Era Ash.

—Lila. 

Lila se reclinó, mirándolo indiferente. 

—¿Qué?

—¿Vienes a la plaza?

—No tengo tiempo —resopló, volviendo a apoyarse en la mesa—. El jefe quiere que quite una rata… puede que haya matado a una rata en su habitación. Vuelve a haber una plaga.

—Será solo un rato —insistió Ash, acostumbrado a que frases tan extrañas salieran de ella—. Además, ¿seguro que prefieres quedarte aquí? ¿Trabajando?

Lila lo valoró. Entonces se levantó y se encogió de hombros. 

—Vamos —cedió—. Coje los frascos. 

Ash esbozó una sonrisa traviesa, infantil, mientras sacaba los brazos de detrás de la espalda revelando que sostenía un aerosol en cada mano. Lila agarró el rojo, lo examinó detenidamente, agitándolo brevemente, y asintió satisfecha. 
Salieron por la puerta principal, asegurándose de que nadie los viera. Era improbable, de todos modos, ya que era el último día de la semana y la Agencia no debería llenarse hasta el día siguiente. 

Ash, tras Lila, se alertó al verla llevarse la mano a la cadera tan pronto salieron, apartando su chaleco negro de la trayectoria y cerrando los dedos en la empuñadura de un arma de fuego. Aparentemente no fue el único en inquietarse, ya que de inmediato escuchó a dos personas corriendo. Sus pasos eran cortos, demasiado para pertenecer a adultos. Corrían por sus vidas.

—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Es la Mamba Negra! —gritó una aterrada voz infantil.

Dos niños habían salido de detrás de un contenedor de basura quemado. Huían desesperados hacia un callejón estrecho que se dirigía a las Minas. Estaban al descubierto, vulnerables, justo enfrente de ellos. Lila mantenía la mano apoyada en el arma, por lo que Ash exclamó:

—¡No lo hagas!

Lila sonrió, dedicándole una mirada de reojo antes de devolver su atención a los niños, quienes corrían hacia el fondo de la larga calle en perfecta trayectoria de tiro. Acabó apartando la mano de la pistola y ajustó el chaleco de cuero para ocultarla. 

—No voy a malgastar balas —dijo, y Ash exhaló aliviado, ya que conocía a su amiga lo suficiente como para saber que hubiera sido perfectamente capaz de disparar—. Los Kaitos no deberían dar vueltas por aquí.

—Son críos, tienen curiosidad. 

—Nosotros no huíamos cuando íbamos a su territorio, no éramos cobardes. Dábamos batalla. ¿Te acuerdas de cuando fuimos a ver cómo torturaban a Gabriel?

Él se estremeció al revivir el recuerdo. Sí, se acordaba del día que los Kaitos habían  secuestrado a Gabriel cuando ellos tenían diez años. Las Serpientes no se atrevieron a hacer nada al respecto, ni siquiera el jefe, quien dio por muerto a su fiel confidente. Pero Lila logró convencer a Ash para hacerse cargo de la situación. Robaron dos bates transformados en armas letales por los pinchos incrustados en su superficie de madera y se dirigieron al centro de Minas. Por un soplo, supieron la plaza a la que habían llevado a Gabriel, y ahí lo encontraron, tan débil que ni siquiera se habían molestado en atarlo. Ash recordaba perfectamente cómo Lila, sin dudar un instante, había sacado una pistola de su bolsillo, disparado a los Kaitos que le retenían para luego arrojar el arma a su padrastro por el suelo y, acto seguido, se lanzó al ataque con el bate. Ash no tuvo más remedio que unirse al combate. 

Por obra de un milagro, los tres habían vuelto airosos de su peligrosa aventura, malheridos pero vivos. Lila se había burlado de la cojera de Ash tanto tiempo como le duró.

—Me acuerdo…

Los dos niños de los Kaitos habían desaparecido ya de su campo de visión. Lila permaneció parada unos instantes, reflexionando. Las calles a su alrededor estaban vacías y sucias. La Agencia se encontraba en una intersección ancha de varios edificios altos, más de lo habitual en los suburbios. Lila había visto las construcciones de la zona alta de Vack, preciosas y dignas. Los de arriba les habían olvidado, sin duda. 

—No deberías tener una pistola de esas —añadió Ash—. Si Gabriel se entera…

—No se enterará si no le dices nada —respondió—. También tengo cuchillos y canicas de rubí.

—¿Y cómo has conseguido eso? Son cosa de magos, magia roja, encima. Se supone que no podemos tener cosas así.

Lila puso los ojos en blanco.

—Las he robado —respondió con descaro—. Vamos a la plaza de una vez, anda. 

Tras un resoplido sonoro, Ash la siguió a través de las calles oscuras. Perros callejeros husmeaban entre la ingente basura tirada en el suelo. Los suburbios olían a infierno. Solo aquellos que habían crecido allí eran capaces de ignorarlo. En cada esquina se llevaban a cabo negocios. La anarquía reinaba, trapicheos de todo tipo y el contrabando, necesario para la supervivencia de muchos. Las Serpientes tomaban parte en ello, traficando con armas y sustancias, pero su fama radicaba en tejemanejes violentos que llevaban a cabo como mercenarios.

Caminaron hasta llegar a la plaza que más frecuentaban. Era una zona amplia, desierta, flanqueada por dos paredes laterales repletas de grafitis. Lila destapó su aerosol y lo agitó. Pintó una línea roja diagonal sobre la imagen de un gato negro con el ojo arañado, el símbolo de los Kaitos. Esa era una zona no reclamada, donde cualquiera podía acceder. Esto provocaba peleas diarias en la plaza que a menudo resultaban en heridos graves o incluso muertes. Por esta razón, en el centro de la plaza se había construido un gran altar, un círculo formado por velas, cada una con un nombre tallado en su cera. La vela simbolizaba el viaje al más allá, si había uno, y al extinguirse representaba que el alma había llegado al descanso eterno. A Lila le resultaba gracioso cómo apagar una simple llama provocaba tanta angustia, aunque Ash le había pedido que dejara de hacerlo, profundamente decepcionado. Lila no deseaba enrabiar demasiado a Ash, así que evitaba pensar en las velas. 

Todavía era temprano y, afortunadamente, por supuesto para los demás, se encontraban a solas. Ash se estremecía con cada murmullo que escuchaban a lo lejos. Estaba más tenso de lo normal.
—¿Se puede saber qué te pasa?

Lila formuló la pregunta con aparente desinterés. Su mirada gris estaba centrada en un hueco parcialmente vacío de grafitis del muro resquebrajado, entre una flor azul, que simbolizaba la muerte, y un mensaje ofensivo hacia los habitantes de la zona alta. 

—Nada —murmuró Ash.

—Miras a los lados como si nos fueran a atacar en cualquier momento —Lila sonrió con malicia—. ¿Te recuerdo que tengo esto? —y dio unas palmadas a su cintura—. La has construído tú, es de las buenas.

—¿Has cogido un arma de mi taller? ¡Lila!

—No grites —advirtió—. Aun nos van a escuchar.

Hubo un momento de silencio. Ash resopló, resignado.

—Mis armas no funcionarán contra magos —susurró—. Dicen que han bajado a los suburbios.

—¿Y eso te da miedo? —la risa de Lila hirió a Ash—. ¿Crees en las leyendas?

—Solo lo preguntas para burlarte —se quejó; ella se encogió de hombros, de nuevo distraída con la pared—. Que estén aquí no puede ser una cosa buena. Los de arriba nunca vienen.

De pronto, una nueva voz intervino a su espalda.

—Han bajado para hacernos la prueba.

Ash y Lila se volvieron a la vez, ella con una ceja arqueada. Su gesto siempre denotaba una curiosidad fría, como si el mundo no fuera más que un patio de juegos con sus obstáculos y ella fuera la dueña. Tras ellos había aparecido un joven vestido de cuero. No sería más de uno o dos años mayor que ellos. Se asomaba por su mentón cuadrado una discreta perilla negra. Los ojos los tenía alargados y su nariz, si bien afilada, no destacaba. Su cuerpo parecía entrenado, aunque no más que el de Lila.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Llámame Fénix —se presentó formalmente, con educación inusual en los suburbios—. Tú eres la Mamba Negra, el terror de los suburbios…  ¿cómo puedo llamarte?

—¿Me reconoces y no tienes miedo? —Fénix mantuvo silencio—. Los nombres son poderosos, no creas que te voy a dar el mío.

—¿Qué has dicho sobre los magos? —interrumpió Ash, antes de que Lila comenzara a jugar con Fénix como hacía con cada persona nueva que conocía. 

—He dicho que vienen para hacernos la prueba.

—¿La prueba de magia?

—Nunca se la hacen a los nuestros —dijo Lila, intrigada—. ¿Por qué ahora?

—No lo sé —admitió Fénix—. Lo mismo me pregunto yo. 

En ese momento, un estruendo seco los hizo estremecer. Le siguió otro: eran disparos. Una pelea parecía haber estallado cerca de dónde estaban. No tardaron en verlos pasar, todos corriendo como locos por la plaza. Primero un grupo de seis personas armadas, cuyo miembro más joven no debía de superar los once años. Aún así, intentaba comportarse de forma intimidante. Se giraba mientras huía enfrentándose a los supuestos perseguidores, invisibles aun tras un ángulo muerto de la plaza, agitando su arma y lanzando al aire insultos y maldiciones. Sus bravatas se desvanecieron cuando uno de sus compañeros cayó al suelo después de que el ruido irritante de otro tiro invadiera la plaza. Alguien mayor agarró la camiseta del chico, tiró de él y siguieron huyendo intercambiando fuertes gritos de advertencia. Los atacantes aparecieron entonces tras la esquina, vestidos de verde. Lila reconoció a algunos; eran Serpientes. Alcanzó a tocar la pistola de su costado, pero Ash la agarró del brazo y la urgió para que se fueran.

—No nos metamos en el campo de tiro. 

Lila suspiró, frustrada por no haber estrenado su arma todavía a pesar de las varias ocasiones que se le habían presentado. Luego rió, pensando que los magos no durarían ni dos minutos allí. La vida era cruel en los suburbios y la gente, todavía más. 

—En fin… Yo me voy —anunció Fénix.

No se oyeron más disparos y el ruido de las pisadas de los grupos se perdió en las calles aledañas a la plaza. Aún así, no era prudente quedarse en caso de que regresaran o surgieran nuevos problemas. A menudo, la violencia llamaba a más violencia y exponerse sin motivo no tenía sentido.

—Nosotros también —respondió Ash

—Volvámonos a ver —le dijo Lila al joven, guiñandole un ojo—, estoy por aquí a menudo.

Él asintió, de pronto vergonzoso, como cogido por sorpresa, y sin decir nada más, se alejó con paso rápido y firme, perdiéndose entre las sombras de una calle estrecha. Ash negó con la cabeza con expresión incrédula y arrastró a Lila también fuera de allí. Juntos se encaminaron en dirección opuesta, alejándose de la confrontación, donde los tiros se habían reanudado. 

Se detuvieron cuando encontraron un callejón tranquilo. Las nubes y la neblina tapaban el sol por completo. Lila se apoyó en una pared y encendió un cigarro después de accionar la rueda del mechero varias veces hasta que la chispa prendió la llama. Se quedaron en silencio, momentáneamente en paz, mientras Lila fumaba como en un ritual. El humo subía, mezclándose con el aire ya contaminado. Pensativa, Lila sonrió.

—El chico era mono —comentó.

—Ha salido de la nada y ya estás pensando en tirártelo.

—Si quiero algo, lo tomo.

—¿Crees que decía la verdad? —preguntó entonces Ash—. ¿Que los magos nos harán la prueba?

Lila lanzó el cigarro al suelo y lo pisó. Miró a Ash a los ojos, intentando averiguar si la perspectiva lo esperanzaba o, por el contrario, lo aterraba. Como no supo deducirlo, perdió el interés. 

—Lo descubriremos pronto —respondió sencillamente.