Carta al rey de Izerchia Archivo real La hemos encontrado. La diosa profeta, creada por el eterno dios del sol, hermana de nuestra patrona Iris. Estaba en la cordillera de sangre, tal y como las leyendas contaban. Oculta tras el aspecto de una anciana, nos recibió con el silencio más absoluto. Después de horas esperando a que pronunciara alguna palabra, los demás quisieron dar la vuelta, pero me negué. Le supliqué una última vez que nos preparara para lo que está por venir. Entonces habló: “Los hijos de los dioses eternos nacerán entre mortales, no como sus creaciones, sino como los herederos de todo su poder. No puedo ofreceros más ayuda. Esta es mi última visión…” Después de esto sonrió y… murió. Es posible que fuera la última creación de los dioses con vida. Que su alma descanse. Deseo que sus últimas palabras se hagan públicas. El pueblo debe estar atento. No descansaremos hasta encontrar a esos niños. Son nuestra única esperanza para una era próspera. Que los dioses nos amparen.
Alexandra, soberana de Izerchia.
Capítulo 1
Clara
Acatar normas nunca fue una tarea sencilla para Clara. Siempre tuvo un carácter rebelde, rasgo causante de incontables problemas a lo largo de su vida. No fue inesperado, pues, que acabara incumpliendo la única regla que se había impuesto a sí misma: no salir jamás durante una noche de luna llena. Era demasiado tarde para rectificar su error. No conocía los caminos que la rodeaban, y tampoco sabía cómo había llegado hasta ellos. Se encontraba en algún lugar alejado de la ciudad, de pie sobre un camino de piedra cubierto de musgo, rodeada de árboles moribundos y de nada más. El cielo negro abrigaba la cercana luna, cuyo brillo se le hizo burlón, como si se riéra de su mala fortuna. La fortuna no existe, escuchó Clara en un rincón desagradable de su mente. Todo lo que te pasa es por culpa de tus malas decisiones. Reconoció en ese momento aquel entorno lúgubre al que la noche le había llevado, pero no quiso creerlo. Se pellizcó el brazo para comprobar que no estaba soñando. Luego, contó los dedos de sus manos. Dolor. Diez. Nada fuera de lo ordinario y, en cambio, le parecía imposible haber regresado allí. —Clara. La voz llamaba a su espalda con un tono melódico, dulce en exceso. Era la voz de todas sus pesadillas… y también la de sus mejores sueños. No se giró de inmediato, todavía incrédula. —Debo de estar soñando —se dijo de nuevo, esta vez en voz alta. —Algo parecido —respondió la mujer—. La luna te ha llamado a este lugar. Dime por qué. Tras unos segundos de duda, Clara se atrevió a contemplarla, confusa e indignada. Su imagen era idéntica a la de sus recuerdos de infancia. Una mujer de ojos inquietos se alzaba con elegancia en aquel camino de piedra. Sus huesos marcados la dotaban de un aire agresivo y aquella tez tan blanca parecía emanar luz propia. La capa a su espalda era lo más destacable de su vestimenta, que ensalzaba notablemente el oro de su vieja corona. —La luna siempre me llama, solo los dioses sabrán por qué —protestó Clara—. Sácame de aquí. —Tenemos que hablar. —Encontraré otro modo de despertar, entonces. —Los dioses te han otorgado una misión y es mi labor… —Iris, calla —la interrumpió—. Han pasado años. La mujer pareció sorprenderse de que la joven conociera su nombre. Claramente no le gustó, aunque se recompuso de inmediato, de nuevo dedicándole a Clara una mirada desapegada. —El mundo te necesita, ahora más que nunca—insistió—. Siento un cambio aproximarse. La presencia de los dioses… se está debilitando. —Su presencia ya no tiene valor, si es que lo tuvo en algún momento. Se han ido para siempre, y el hecho de que se alejen más no importa. Solo los ingenuos rezan ya. —¿Qué crees que sería de un mundo en el que la luna no brillara? —espetó la mujer, perdiendo la paciencia— ¿Un mundo en el que los alimentos no crecieran, en el que los mares se secaran? Da gracias a los dioses por todo lo que te rodea. Los mortales dan por sentado tantas cosas… Te necesitan. ¡Tienes una misión y decides ignorarla como si fueras una más de ellos! —¡Ojalá serlo! Todo esto no me ha traído más que problemas. No tengo nada que agradecerle a los dioses. Es más, los maldigo. ¡Malditos sean los dioses! Tras una pausa exasperada, añadió, casi en un murmuro: —Maldita seas tú. Iris no perdió la calma. Únicamente frunció el ceño y llevó su mirada al cielo. Clara aguardó una reprimenda, un grito. Lo deseaba, en el fondo; ver cómo se desestabilizaba, hacerla sufrir. Este odio, esta crueldad, le provocaba un profundo temor hacia sí misma en ocasiones. —Esto es un mal presagio —murmuró Iris, ajena a estos sentimientos triviales—. Es una luna de lágrimas. Clara, tu madre nos advierte. La joven no sintió nada ante la mención de su madre. Tan solo miró al cielo, siguiendo la dirección en la que apuntaban los ojos de Iris: derechos a la luna. Su brillo se había tornado azul. Clara la había visto reflejar el color de la sangre, en ocasiones, y una vez el rosa del amor. Pero nunca el del mar. Los dioses estaban hablando, y el mensaje no era bueno. La luna de lágrimas presagiaba muerte. —Tengo que despertar —murmuró Clara. Iris se acercó a ella y le agarró una mano con un cariño hasta entonces desconocido para Clara. Su piel emitía un calor inusual, si bien agradable. —Eres la más fuerte entre vosotros, Clara —le dijo—. Ya no eres una niña; tienes que aceptar quién eres. La noche te pertenece. Depende de tí que el futuro sea próspero, pero no tienes por qué hacerlo sola. Reconcíliate con los demás, cumple con tu deber. Ahora, despierta. Clara quiso responder, pero no tuvo tiempo. Despertó de aquel trance como de una pesadilla, respirando con agitación y llevándose las manos a su dolorida cabeza. Abrió los ojos, comprobando que había regresado a la ciudad. Más bien, jamás la había abandonado. No se había desmayado, ya que seguía de pie. Se preguntó si todo ello había sido, realmente, un mal sueño. No obstante, Clara era consciente de que sus sueños a menudo traían consigo verdades. Para asegurarse de ello, miró al cielo. Entonces vió la luna, aún brillando en un tono azul profundo. Escuchó murmullos a lo lejos y vio a la gente salir a los balcones para ver qué estaba sucediendo. El caos no tardó en desatarse por toda la ciudad. Gritos confusos, preguntas y todo tipo de especulaciones. La luna de lágrimas era el peor de los presagios, eso era sabido por todos, pero nadie lo había presenciado con sus propios ojos. Clara suspiró y dio media vuelta para regresar a casa. Con tal de no pensar, se centró en el familiar sonido de los pájaros en el lago. Le atormentaba haber visto a Iris de nuevo, un fantasma del pasado con quien se había prometido no volver a hablar jamás. No pudo evitar mirar al cielo algunas veces más en su camino. Por suerte, no tardó en llegar a su hogar. Llamó con la aldaba y aguardó. Detrás de la puerta oyó pasos lentos y los golpes suaves de un bastón. Al cabo de un minuto, le abrieron. —Buenas noches —saludó el hombre detrás de la puerta—. ¿Has salido a verla? Se apartó a un lado para dejarla pasar. Su gesto siempre era elegante y, a pesar de ser de madrugada, Clara observó que llevaba un tiempo despierto la luz que emanaba del interior. Entró y cerró tras de sí. —No se hablará de otra cosa mañana —respondió ella—. ¿Habías visto alguna vez algo así? —Hacía siglos que no sucedía una luna de lágrimas. No soy tan viejo. —No lo sabía. —Espero que no te hayas unido a la histeria colectiva. —He vuelto en cuanto la gente ha empezado a salir de sus casas. Ambos atravesaron el recibidor y se acercaron a la ventana más cercana. Desde ella se podía ver la calle y la luna. Su imagen era hipnótica, en parte aterradora. El azul no era un color agresivo, pero algo en aquel brillo lo era. La llama de una vela danzaba lentamente sobre la mesa astillada de aquel pequeño salón. Sobre una de las sillas descansaba el abrigo del que el hombre jamás se desprendía, salvo en días especialmente calurosos. Siempre lo conjuntaba con el bastón de roble, hecho por él mismo, que le ayudaba a disimular una cojera crónica al haber nacido con una pierna más larga que la otra. —Si te soy sincero —dijo—, pensaba que era un mito. —Los dioses son crueles —suspiró Clara—. ¿No sentimos ya suficiente terror? —Han pasado ya muchos años desde que nos abandonaron —respondió él—. Quizás sea un recordatorio. Si realmente se fueron por su decepción hacia el ser humano, no hemos rectificado. Siguen habiendo guerras, conflictos, desacuerdos… Dices que los dioses son crueles, pero el hombre lo es más. Nunca los merecimos. —¿Crees que es el final del mundo? —Puede que esta sea la última era: la era sin dioses. Ambos se quedaron en silencio, pensativos. Clara tragó saliva incómoda, sin saber qué añadir. Pero el hombre, percatándose de ello, decidió romper el silencio de nuevo: —No es mi intención asustarte —dijo, sonriendo—. Tal vez exagero. Tengo mucha esperanza puesta en tu generación, aunque no lo parezca. Sé que os esforzaréis por ser mejor que las anteriores. Así, los dioses puede que tengan piedad de vosotros y os den otra oportunidad. Es una pena que no viviré para verlo. —No sé si puedo ser mejor —contestó Clara con un nudo en la garganta. Cumple con tu deber. Quizás Iris tenía razón y estaba siendo egoísta. Sin embargo, tampoco se sentía capaz de reparar el daño que los dioses le habían hecho al mundo. En realidad, no se sentía capaz de absolutamente nada. —Querida, créeme, tú no eres el problema —dijo él—. Puedes volver a tu habitación. Yo me quedaré un rato más aquí. Era su modo de pedir espacio. Estaba asustado, pero lo ocultaba con dignidad. Clara captó el mensaje y asintió, acercándose a las escaleras. —Buenas noches, profesor. —Te he dicho cientos de veces que aquí me puedes llamar Mateo —respondió—. Y, por favor, no vuelvas a salir de noche. Sé que a veces lo haces, no solo hoy. Me preocupas. No me gustaría verte regresar a viejas costumbres. —¿Perdón? —respondió ella, ruborizándose—. Claro que no salgo por… eso. No era mi intención preocuparte —se aclaró la garganta y añadió, con cierto resentimiento—: Buenas noches, Mateo. Clara se apresuró a subir los escalones. Cerró la puerta de su habitación con más fuerza de la que debería, camuflando su vergüenza por enfado. Tampoco deseaba regresar a viejas costumbres. La sola mención de su pasado le provocaba un mareo desagradable. Y el viejo profesor desconocía la mayor parte. Suspirando, Clara se acercó a la ventana y la abrió. Asomó la cabeza, cada vez viendo a más personas exaltadas en la calle, apuntando hacia la luna y murmurando entre sí. —¿Qué significa? —preguntó al cielo—. No es nuestra muerte. Hace años que la población va en descenso. Las plantas mueren, los lagos se secan… Clara recordó las palabras de Iris. Aunque detestara admitirlo, tenía razón. Un mundo sin dioses era un mundo condenado al fracaso. —Entonces, ¿qué? Sé que ya no respondes a los rezos, pero podrías responderme a mí. Aguardó en vano. Lo único que oyó fue el murmullo de las aguas turquesas del lago, muy lejano. Resopló, cerró la ventana y se lanzó a la cama. Esa noche, Clara vio en sueños un templo. Como Iris, un recuerdo de infancia: el lugar donde había pasado los primeros años de su vida. Pero, cuando intentó acercarse al templo, sus vidrieras estallaron y la estructura de piedra se derrumbó, rota en mil pedazos. Clara despertó entre sudores fríos, aterrada. Su madre había hablado finalmente. La luna de lágrimas presagiaba muerte, pero no la del ser humano.