Atrapaalmas

I
Almas Perdidas

Las últimas nubes se escondían detrás de aquel cielo negro y solitario. Tan solo mis pasos rompían el silencio, lo que agradecí profundamente. Rara vez podía disfrutar de una noche tranquila. Sin embargo, era consciente de que esa aparente calma escondía algo terrible al igual que inevitable en las profundidades de sus callejones oscuros. Era mi trabajo averiguar el qué. 

Vestía una falda corta, gris, con medias gruesas y rayadas debajo. También llevaba una camiseta con un unicornio brillante estampado en ella, ajustada a mi torso y a mis brazos. Mi aspecto era infantil, inocente, adorable, diseñado para desarmar a cualquiera que me viera. Después de todo, ¿quién desconfiaría de una niña indefensa? Los tiempos habían cambiado, y la gente ya no se interesaba por lo que no podía ver. Si lo que se les presentaba en frente parecía seguro, lo era. Pero cuán equivocados estaban.

	Las apariencias engañaban, yo lo sabía mejor que nadie, tan bien como sabía que, en esa noche de aspecto sereno, algo sombrío estaba por suceder. Mi instinto me guiaba; prácticamente podía oler el miedo. Eché un vistazo rápido a mi reloj de bolsillo, una reliquia muy preciada, decorada con dos figuras doradas: el sol y la luna, que marcaban el amanecer y la medianoche. Las agujas me indicaron que debía darme prisa, por lo que aceleré el paso. 
	Finalmente, al girar una esquina, encontré lo que había estado buscando. Bajo la luz cálida de una farola, una figura me esperaba sin saberlo todavía. Era un callejón estrecho con edificios altos, y la única salida era otra calle aún más angosta y oscura. Dí unos pasos más, acercándome a mi objetivo. Distinguí la silueta de un niño que tendría menos de diez años. Estaba pálido y visiblemente cansado, apoyado en una pared de piedra y mirando al suelo fijamente. 
	
Dí un paso más para que él me escuchara. 

	De pronto, sentí un escalofrío recorrer mi espalda. Intenté identificar qué lo había provocado, mirando a mis lados con escepticismo. El motivo vino inmediatamente a mi mente, pero me negué a aceptarlo. No, era imposible. Busqué otra razón, una más lógica. No era el frío; me había preparado contra él. Tampoco era impresión. Niños morían a diario, ¿qué más me daba uno más? No, pensé mientras suspiraba. En realidad, sabía perfectamente lo que había provocado mi escalofrío. 
	
	Era un problema que no me entusiasmaba en absoluto. No había sentido aquello en siglos, así que no podía ignorarlo sin más. Aún así, lo intenté. Perder los nervios no me serviría de nada en aquel momento. 
	
	Dí otro paso y el chico notó mi presencia. Alzó la cabeza y me miró con sus dos ojos oscuros y temerosos. Le dediqué una sonrisa amable.
	
	—Buenas —saludé. 
	
Él se puso en tensión de inmediato, gesto que no me pasó desapercibido.

—¿Estás perdido? —pregunté entonces.

	—No —respondió bruscamente.
	
	—Entonces, mejor me quedo contigo —dije con inocencia, apoyándome en la misma pared que el niño—. Me da miedo la oscuridad.
Tenía que ganarme su confianza. Solo entonces podría acabar con mi trabajo allí. 

—No, por favor —suplicó—. ¡Vete!

Juraría que el chico estaba temblando.

El corazón humano era de las cosas más desagradables que existían. Latía, un pálpito tras el siguiente, cada vez con más fuerza. Hacía tiempo que no sentía el miedo. No era una sensación placentera. 
	Respiré hondo y me incorporé, abandonando el apoyo de la pared. Di un paso más hacia el niño. 
	
	—No sé qué es lo que crees, pero no te quiero hacer daño —aseguré.
	
	El chico finalmente retrocedió, demasiado intimidado como para seguir resistiendo al temor. Porque me tenía miedo, era evidente. Irónicamente, aquella era la razón de mi presencia allí. Sin embargo, había un pequeño problema.
	El niño sabía perfectamente que yo era la muerte.
	
	—Me aseguró que dirías eso —respondió después de un silencio tenso.
	
	—Así que te han hablado de mí… —volví a mirar a mi alrededor, todavía sin detectar nada extraño. Aún así, tenía un mal presentimiento sobre todo aquello y me estaba costando mantener la calma—. ¿Qué más te han dicho?
	
	Él me miró a los ojos por primera vez. Retrocedió unos pasos más antes de responder. 
	
	—Que me quieres matar, que me harás mucho daño si dejo que te acerques a mi.
	
	Me quedé donde estaba. No era mi intención asustarlo más, sino todo lo contrario. Suspiré con resignación, buscando una forma rápida de acabar con mi trabajo. 
	
	—Yo no soy el peligro aquí —le aseguré, sonriendo con una tranquilidad fingida, y puse mis brazos detrás de la espalda—. El que te ha contado todas esas tonterías es probablemente el que te quiere hacer daño. Yo solo estoy aquí para protegerte, ¿sabes?
	
	Ingenuamente, pensé que la sinceridad sería la solución a todo aquel asunto. Me dí cuenta de mi error demasiado tarde, cuando el chico me miró con ira y desconfianza y gritó:
	
	—¡Papá no me haría daño!
	
	Otro escalofrío me recorrió de arriba abajo. No obstante, esta vez era algo muy familiar, mi instinto activándose como el de un felino que localizaba a una presa indefensa. Aún así, saqué rápidamente mi reloj de bolsillo para echarle un vistazo. No me equivocaba: era su hora. 
	
	El destino actuó deprisa y sin piedad. Apenas tuve tiempo de procesar lo que estaba ocurriendo. Un rayo blanco salió disparado del callejón oscuro que me había llamado la atención anteriormente, iluminando todo el lugar, cegándome por un instante. Supe que había impactado en el niño, ya que sentí como su alma se desprendía del cuerpo. El chico había muerto en el acto, a manos de un hechicero. 
	
Analicé la situación. La mejor decisión que podía tomar en aquel momento era huir sin pensarlo dos veces, alejarme de aquel problema que superaba mis responsabilidades y habilidades. No me rentaba intentar salvar el alma del niño. Sin embargo… ¡maldita sea! no podía abandonarlo. Tenía que intentar salvarlo.

Empecé a correr en dirección a su alma. A los pocos pasos sentí como perdía fuerzas, mis piernas se ralentizaron y, finalmente, perdí la consciencia. Aquel iba a ser un día ajetreado, desde luego. 

Desperté cuando los rayos del sol comenzaban a entrar por las ventanas. ¿Ventanas…?  Tardé unos segundos en recordar lo ocurrido en el callejón. Cuando mi confusión se desvaneció, me levanté de inmediato para buscar una salida, aunque, por supuesto, no encontré ninguna. Me rodeaban cuatro paredes impenetrables pintadas de azul. Los muebles eran de color naranja, al igual que los marcos de las ventanas y de la puerta. Me habían encerrado.

Seguía en mi forma física y sin un rasguño en la piel. Podría huir en mi forma espiritual, pero no me parecía una buena idea adoptarla por el momento. Todavía tenía que averiguar qué le había pasado al niño. 

—Magos… —musité con desprecio.
Habían pasado siglos desde mi último encuentro con uno. Llegué a pensar que se habían extinguido por completo. 

Me senté en la cama en la que había despertado. Demasiado blanda para mi gusto. Aquella seguramente era la habitación del chico al que estaba intentando rescatar. Sentí lástima por él. Su propio padre le había manipulado para temer a la muerte, de ese modo atrayéndome al momento en el que lo había traicionado, matándolo. Entonces me había capturado, deseando algo que escapaba mi conocimiento todavía, pero que podía imaginar. No era la mayor locura que había visto hacer, aunque sí una de las más crueles. 

Escuché pasos detrás de la puerta, acercándose, así que guardé silencio y presté atención. 

—¿Estás despierta? —era la voz de una mujer.

También la de una nueva persona, quien posiblemente no tenía la certeza de que yo no fuera en realidad una niña de ocho años. Era una oportunidad tentadora. Me levanté y me acerqué a la puerta. 

—Ayuda, por favor… —supliqué con voz temblorosa, fingida a la perfección—. No sé donde estoy… sácame de aquí, déjame volver a casa…

—No te dejes engatusar —intervino la voz de un hombre. Por su tono de voz, deduje que era él quién me había capturado—.  Estos seres son maestros de la manipulación y del engaño. 
Me lo tomaré como un cumplido, pensé. 

—¿Hay…? ¿Hay alguien ahí? —continué, simulando sonidos de llanto—. Por… por favor… ayuda… quiero volver con mami…

—Pero suena muy… —quiso protestar la mujer.

—Real —acabó él—. Lo sé, te he dicho que está fingiendo. ¿Confías en mí o no?

Hubo un corto silencio.

—Sí… Simplemente consigue lo que prometiste. 

Di una patada a la puerta. Sabía que había perdido mi oportunidad.

—¡Eh, tú!, ¡Ahí dentro, tranquilita! ¿Eres siquiera una mujer?

Resoplé y me encogí de hombros aunque no pudieran verme. 

—Hombre, mujer… ¿Qué más da? Llámame por el género gustes, a mi no me importa —alcancé con una mano mi reloj de bolsillo para mirar la hora—. ¿Se acabaron las preguntas? Tengo algo de prisa. 

—No tan rápido —respondió el hombre desde el otro lado de la puerta—. Te estarás preguntando porqué estás aquí…

—En realidad, no —le interrumpí—. ¿Te crees original? Siento decepcionarte; no eres el primero que intenta algo así. Te lo adelanto: no puedes matar a la muerte, y aunque me hicieras desaparecer con algún hechizo que no existe, habría millones más haciendo el mismo trabajo que yo. Tampoco puedo otorgarte la vida eterna, ni concederte deseos, ni matarte antes de tiempo, ni cambiar tu destino, ni…

—¿Revivir a alguien?

Aquello me desconcertó.

—No, eso tampoco —parecía algo absurdo secuestrar a la muerte para crear vida. Era una petición original, una que no pensaba cumplir—. Deja que me lleve al niño. Si no lo hago, será un alma perdida y ni siquiera alguien tan despreciable como tú dejaría que su hijo pasara por eso.

Recé por que su alma no estuviera perdida todavía.

—No creo ni media palabra de lo que me dices —objetó él—. Puedes llevarte las almas de la gente adonde quieras, ¿y no puedes poner una de nuevo en un cuerpo?

—Verás —dije, empezando a perder la paciencia—, no funciona así. Una vez el cuerpo de un alma deja de ser funcional, ésta no puede volver a vivir en él. No me necesitas a mí para descubrir eso. ¡Tenéis médicos con el trabajo de averiguar estas cosas, desfibriladores con el poder de revivir a la gente a tiempo!

—¡Mientes! —gritó el hombre con rabia pura y desesperación, dándole un fuerte golpe a la puerta de tal forma que me sorprendió que no la rompiera— ¡Lo leí en los libros! ¡He estado investigando durante años! ¿De verdad crees que me puedes engañar así?

Otro golpe. Lo cierto era que no sabía qué hacer. ¡Por supuesto que había formas de revivir un alma! Yo tenía el poder de hacerlo, pero usar mis habilidades para ello conllevaría más años de condena de los que podía contar. No llevaba más de diez siglos en aquel trabajo para incumplir tales reglas, yo era mejor que eso. 

Decidí mantenerme en silencio mientras contaba el tiempo de castigo que tendría por todas las reglas incumplidas aquel día. Calculé unos seis meses, probablemente menos si conseguía llevar el alma del niño de vuelta. Hasta puede que me absolvieran de carga alguna si sabían que los magos estaban detrás de aquello. 

Descarté esa opción de inmediato; si no lo hacían en la edad media, no lo harían ahora. 

—¡Dime algo, niñata!

Otro golpe en la puerta. Suspiré; ya no había vuelta atrás. Estar ahí era un riesgo que había aceptado al querer salvar al niño. Al menos, tenía que intentar acabar mi trabajo.

—¿A quién quieres que reviva? —pregunté con fingido interés—. ¿Al niño al que tú has matado?

—Eso me gusta más… —casi podía escucharlo sonreír al otro lado de la puerta. Era repulsivo—. Sí, ese será un buen comienzo.

—Me tendrás que decir dónde está su alma, entonces —expliqué—. Esto no es algo que se pueda hacer a ciegas.

Hubo un silencio corto.

—Abajo, encerrada en un frasco que está encima de la mesa del comedor.

—¿Y si nos está engañando otra vez? —la mujer no era tonta del todo.

—No tiene escapatoria. El hechizo está cubriendo toda la casa —el hombre tampoco—. Además, nos acaba de decir que no puede matar a alguien antes de tiempo.

Solo va contra el reglamento… Aunque sería una estupidez incumplir la regla n° 100. Algunos lo habían hecho. Yo había hablado con uno de ellos, mucho tiempo atrás. Después de tantos siglos condenado abajo, su alma se había roto y su existencia apenas era digna de ser llamada así. Aquel pensamiento hizo que los latidos de mi corazón regresaran con fuerza. Sin importar los años que pasara bajo una forma física, aquello jamás dejaría de ser desagradable.

No hice más preguntas. Lentamente y con cautela, el hombre abrió la puerta frente a mí. Me aparté unos pasos de ella, alzando la cabeza para poder mirar directamente los rostros de los dos adultos que por fin se dejaban ver. 

—Buenas —los saludé, sonriendo con confianza plena.

Se creían muy intimidantes, con sus poderes y maquinaciones. A menudo los magos olvidaban que eran descendientes de seres como yo, mezclados con almas simples, haciéndolos la mitad de poderosos. Por desgracia, también eran mitad humanos y éstos eran arrogantes por naturaleza, lo cual a menudo les perjudicaba.

—¿De verdad harás tus trucos en ese patético disfraz de humano?

El hombre era alto y esquelético, de pelo canoso y expresión exhausta. Sus ojos enrojecidos y sus arrugas excesivas no correspondían a alguien que no debía superar los cincuenta años. La mujer no tenía mejor aspecto, aunque parecía considerablemente más asustada ante mi presencia.

Con un gesto exagerado, agarré mi ropa y la inspeccioné con curiosidad. 

—¿Patético? —reí—. A mi me parece bastante convincente. Aunque supongo que tienes razón, no puedo hacer mucho estando en esta forma. 

Fue entonces cuando decidí abandonar mi cuerpo. Respiré hondo, sintiendo cómo mi forma física se desvanecía. Mi alma quedó liberada, permitiendo mi transformación en lo que todos temían: la muerte. 
Sois plumas. Las plumas tienen el poder de salvar vidas, quitarlas, jugar con ellas, engañar, ayudar, decir la verdad, ocultar, contar historias y manipularlas. Pero, al fin y al cabo, no dejáis de ser tan solo plumas. Si os portáis mal, si no jugáis a este juego según las reglas, os quitaremos la tinta sin dudarlo, puede que para siempre.

Recordaba aquella lección con tal nitidez que parecía mentira que hubiera ocurrido tantos cientos de años atrás. Con el tiempo, había aprendido a interpretarla mejor. Ahora sabía que esas palabras no pretendían ser más que amenazas simples para los niños que una vez fuimos, para enseñarnos que romper las reglas tenía consecuencias. Más tarde descubriríamos que la verdadera enseñanza era que debíamos ir con mucha cautela antes de decidir romper alguna. 

De un momento a otro, me había convertido en un ser compuesto únicamente por su alma y su poder. Sentí la libertad atravesarme como un agradable escalofrío. Aún así, no hice ningún movimiento brusco. Me quedé ahí, flotando en el aire frente a los magos, quienes no se atrevían a mirarme fijamente durante más de dos segundos seguidos. Si el hombre se había mostrado valiente momentos antes, el sentimiento se había desvanecido al mismo tiempo que mi cuerpo. Mi alma solía ser invisible al ojo humano, pero los magos eran diferentes. Ellos me veían como una figura de gas negro, poseedora de dos ojos blancos y brillantes que me permitían ver cuanto tenía alrededor, aunque fuera con una visión bastante pobre. El resto de mis sentidos se habían desvanecido casi por completo. 

—Ve………. Toni…….. —el hombre movió la boca.

Entendí lo que me quería decir. Asentí, un gesto que los magos solo pudieron detectar gracias al movimiento de mis ojos. Veloz como la luz, me dirigí escaleras abajo. Los cuadros de las paredes y objetos de las estanterías temblaban al rozarme, indicándome que el hombre, tal como había asegurado, había colocado un hechizo en la casa que no me permitiría salir fácilmente. De todos modos, lo comprobé, esperando que se hubiera equivocado de encantamiento. Por desgracia, las paredes me repelían en cuanto me acercaba, por mucha fuerza que hiciera. Sentimientos extraños me invadieron, sensaciones que no me dominaban cuando me encontraba bajo mi forma física. Era difícil mantener el control siendo un espíritu. Me esforcé para pensar con claridad.

La casa era antigua, aunque mi percepción del tiempo podría ser equivocada. Al fin y al cabo, yo no vivía en aquel lugar al que los humanos llamaban Tierra, hogar. Los papeles de las paredes se despegaban por las esquinas. Los muebles, polvorientos y sucios, parecían frágiles. 

Cuando llegué al salón me encontré con un panorama similar. Como había asegurado el hombre, allí estaba mi objetivo. Pude escuchar su voz, susurrando, apenas siendo capaz de expresarse en ese patético estado. 

—Ayuda…. No… ¿Este lugar…? 

Su alma se revolvía en el frasco que lo mantenía prisionero. Este se encontraba sobre la mesa donde probablemente comía la familia. Cuatro sillas se encontraban a su alrededor, aunque una de ellas parecía no haberse movido en mucho tiempo, llena de polvo. 

Mi instinto me exigió alejarme con todas sus fuerzas. Un impulso, llámalo instinto, me obligó a intentar escapar. Dí algunas vueltas por la sala en contra de mi voluntad, chocando contra paredes y muebles. No era yo quién hacía aquello, al menos, no del todo. Después de tirar algunos objetos al suelo, conseguí recuperar el control. 

—¿…..e….hace? —un susurro a mi espalda. 

Desde las escaleras, la mujer me miraba con terror en los ojos rojizos. A su lado, el hombre me observaba de igual modo aterrado, aunque con rabia, también. Me acerqué a ellos con cautela y bajé los ojos a modo de disculpa.
Tiempo atrás, mi alma había sido atrapada como la del niño. No era una experiencia que quisiera repetir. 

Me compadecí de él y me esforcé por mantener la mente despejada.

Había una estantería de libros en el salón. Me acerqué a ella. Leí los títulos como pude, pero ninguno era de magia. Tiré algunos al suelo a modo de protesta. Los magos parecieron comprenderlo, ya que el hombre se dirigió escaleras arriba. 
Mientras esperaba, decidí acercarme al frasco. La mujer observaba mis movimientos atentamente. Intenté conectar con el alma del niño para comunicarme con él. 

—Aguanta, pequeño. Te voy a sacar de aquí.

—¿Me lo prometes? 

Me sorprendió que fuera capaz de responder.

—Te lo prometo. Tranquilo. Cuando llegue el momento, haz lo que te diga y nos iremos de aquí juntos. 

—¿A dónde? 

No lo pensé demasiado.

—A mi hogar.

La llegada del hombre interrumpió nuestra conversación. Acababa de volver al salón con una pila de libros que dejó en el suelo. Luego, se alejó con cautela. Fuí a leer los títulos. El primero era de criaturas invisibles. Lo tiré al suelo. Hechizos básicos, fuera. Hechizos avanzados… no. Ese hombre sabía magia avanzada; definitivamente, lo había leído. 

El siguiente me llamó la atención. No estaba en el idioma que ellos hablaban. Era un lenguaje muy antiguo. En el pasado, lo habían usado los magos para comunicarse entre ellos en secreto. Sin embargo, habían transcurrido tantos años desde entonces que dudaba que el padre del niño fuera capaz de comprenderlo. Por lo tanto, lo abrí y pasé sus páginas con velocidad. Algunos hechizos allí eran impactantes. Aquel libro contenía un poder inmenso que se había perdido con su idioma. Estaba claro que el hombre no había leído su contenido. De ser así, me estaría controlando con más eficacia.

Llegué a un hechizo que me podía servir. Según lo que pude leer, el conjuro hacía desaparecer todos los hechizos a un rango cercano del mago que lo pronunciara. Parecía demasiado bueno para ser verdad. Un hechizo capaz de destruir cualquier hechizo cercano acababa con el propósito de la magia, era demasiado poderoso. No tenía sentido. Entonces lo ví. Uno de cada cuatro magos que han realizado este hechizo han muerto, y el resto han quedado gravemente perjudicados. 
No me importó realmente. Si el hombre moría, no sería técnicamente mi culpa. La condena por aquello no era nada comparada con la de un asesinato intencionado.

Me alejé y miré al hombre. Con gran esfuerzo, conecté con su alma.

—Segunda página, primera línea —ordené—. Pronuncia las palabras subrayadas. Se leen igual que en castellano.

—¿Por qué yo? —preguntó, desconfiado hasta el final.

—Tu lo matas, tu lo revives.

El hombre, escéptico, se acercó al libro y analizó la página. Evidentemente, no entendió su contenido. No obstante, después de unos segundos, asintió con convicción. 

—Mujer —conecté con su alma, no pude evitarlo—. Prepara tus mejores hechizos de curación.

Me miró preocupada, aunque se limitó a asentir, sin decirle una palabra de aquello al hombre. 

Entonces pronunció las palabras. 

Todo sucedió muy deprisa. El pote donde el niño se encontraba encerrado estalló en mil pedazos. Su alma flotó en el aire, perdida, sin saber qué hacer. 

—Comigo.

Veloz, me acerqué al alma del chico y la recogí. No puso resistencia.

Eché un último vistazo a la mujer que, tras unos segundos de confusión, corrió escaleras abajo para ayudar al hombre. Finalmente, atravesé la pared de la casa y salí al exterior, huyendo tan rápido como me fue posible de aquel lugar de locos. No me interesé por si el hombre vivía o moría. Había conseguido mi misión. Alma rescatada. A mi lado, sentía el miedo en el interior del niño, aunque también cierto alivio. 
El cielo oscurecía. Hacía mucho que no me alegraba tanto de ver las estrellas salir. 

Dado mi agotamiento, decidí parar a descansar tras unos minutos de marcha. Aterrizamos en el tejado de una casa de pueblo. Los grillos cantaban, la luna brillaba. Era una buena noche.

Volví a mi forma física, permitiendo que el niño lo hiciera también, y me senté con cuidado de no resbalar por las tejas anaranjadas. Él, sorprendido, hizo lo mismo. 

—Dijiste que no podía volver a mi cuerpo —puntualizó.

—Dije que no podías volver a vivir en tu cuerpo —le corregí—. No estás vivo, solo eres una ilusión, una proyección de lo que fuiste en vida. 

El chico suspiró, visiblemente decepcionado. Lo miré con curiosidad. Me sorprendió que hubiera escuchado mis palabras en la casa, mientras hablaba con sus padres. La mayor parte de almas apenas podían razonar en su estado espiritual. La suya era poderosa, sin duda. 

—¿Qué diferencia hay? —preguntó, triste.

—Las ilusiones no pueden crecer o morir de nuevo.

Hubo silencio. Lo aproveché para tumbarme. Las nubes desaparecían lentamente. Siempre me había gustado el negro del cielo en la noche, que permitía atisbar una ínfima parte del vasto y complejo universo. Siempre quise sumergirme en él.
—Querían salvar a mi hermano —dijo el niño, atrayendo mi atención—. Murió hace unos años. Era el favorito… pero yo le quería. ¿Sabes si está bien?

—Dime cómo era —pedí, a pesar de que era improbable que lo conociera. Sin embargo, no quise arrebatarle la esperanza. 

—Bajo, rubio… Adoraba los bichos. Le gustaba recoger grillos en el jardín y siempre llevaba una camiseta roja que le regaló mi padre. 

Un recuerdo vago pasó por mi mente. El de un niño de pelo dorado, hablando sin cesar de insectos y otras excentricidades. Resultó que sí lo conocía.

—Murió atropellado —no me había interesado su caso en su día, aunque solía recordar la mayoría de almas que recogía—. Demasiado joven para descansar. Tuve que llevarlo a la Puerta. 

—¿La Puerta? —preguntó el niño, alarmado.

Reí. 

—La Puerta no es algo malo —le tranquilicé—. Es la separación entre la Vida y el Descanso. Devolví a la vida a tu hermano, aunque no de la forma que tus padres querían —el niño asintió, comprendiendo lo que decía sólo a medias, aunque lo suficiente como para saber que no volvería a ver a su hermano. Bajó la cabeza con pena—. Eh, no te pongas así. Seguro que tu hermano está teniendo una buena vida con gente que le quiere.

—¿Tú crees?

—Sí —mentí.

Lo más probable era que su hermano hubiera nacido en una familia pobre, tal vez tóxica, que hubiera muerto nada más nacer o que sufriera alguna enfermedad crónica, arruinando su vida… Sin embargo, no le podía decir aquello al niño, no después de lo que había pasado. 

—No quiero ir a la Puerta —murmuró—. La gente es mala. La gente muere.

—Te entiendo —suspiré y comprobé la hora en mi reloj de bolsillo—. Tenemos que irnos.

Me levanté con cuidado y extendí una mano hacia el chico.

—Venga, dame la mano. Será divertido.

Indeciso, el niño hizo lo que pedía. Nuestros cuerpos volvieron a desvanecerse, liberando nuestras almas. Ascendimos juntos hacia el vasto universo que tanto me fascinaba. Pronto, abandonamos el mundo de los vivos. 
Llegamos al otro lado, al más allá, al sueño eterno o como quiera que lo llamaran los humanos en los tiempos contemporáneos. No me había molestado en leer los libros que escribían al respecto, aunque sí había escuchado algo sobre una gran puerta dorada esperando la llegada de las almas al morir. En ese caso, muchas quedarían decepcionadas. 

—¡Es como si caminara por las nubes! —exclamó el niño.

Habíamos vuelto a nuestras formas físicas. El chico saltaba por un suelo inestable. En efecto, parecía hecho de nubes. Todo allí era muy blanco y de aspecto ambiguo. Nadie se había molestado en construir un buen suelo, ya que en teoría aquel era un espacio reservado para espíritus. No habían pensado en las ilusiones y, después de tantos milenios, no valía la pena cambiarlo. 

—¿Tienes nombre? —preguntó entonces el niño. 

—Me puedes llamar Maira —respondí. 

—¿Cómo es el más allá, Maira?

—Aquí lo llamamos el Descanso —expliqué—. Es parecido a la vida, solo que sin muertes ni gente malvada. 

Una vasta simplificación de la realidad, pero al niño le serviría.

—Suena bien.

Asentí. Acabábamos de llegar a una zona transitada. Espíritus iban de un lado a otro sin cesar. Como era costumbre, busqué a mi superior para informar de los hechos. Sería una charla complicada, pero una que debía afrontar lo antes posible.
No tardé en encontrarla. La ilusión de mi jefa era una mujer alta e imponente, para intimidarnos, imaginaba. Aunque a mí ya no me afectaba; llevaba demasiado tiempo en aquel trabajo como para que lo hiciera. Me acerqué a ella con el niño medio escondido detrás de mí. Al verme, me dedicó toda su atención.

—Atrapaalmas —saludó, seria. 

—Jefa —respondí.

Le enseñé al niño, empujándolo levemente hacia delante. Él la saludó con la mano en un gesto tímido y asustado.

—Maira —resopló ella. No tuve la certeza de si era buena o mala señal que se dirigiera a mí por aquel nombre—. Has incumplido las reglas 34, 19, 16, 42 y 82. ¿Pretendes explicarlo?

Suspiré con alivio. No había matado al hombre. No había mencionado la regla nº 99.

—La 42 es discutible. No he dicho nada de este lugar.

—¿Has sugerido, mentido o hablado sobre lo relativo a la muerte y posterior con un vivo?

—Eh… —no podía negarlo—. Es complicado, ¿de acuerdo? Verás…

—¿Sabes qué? —me interrumpió—. Ahórrate la historia. Al menos has traído al niño a salvo y no has causado un gran alboroto entre los vivos. Aún así, tendrás que cumplir condena por esto, aunque no tan grave como la que te corresponde. 

—Lo entiendo, gracias —bajé la cabeza.

—¡Si no ha sido culpa suya! —intervino el niño—. Todo lo ha hecho para ayudarme, ¿no?

La jefa lo miró confundida.

—Si no hubiera incumplido esas reglas, habrías sido un alma perdida, es cierto —admití—. Sin embargo, las reglas existen por una razón. Esta vez no ha sido para tanto, pero eso no quiere decir que no sea peligroso romperlas. 

—¿Qué es un alma perdida?

Miré a mi jefa para ver si tenía permiso para explicarlo. Ella asintió.

—Es un alma que niega la muerte. Por lo tanto, no deja que la traigan hasta aquí. Se quedan entre los vivos sin que nadie pueda verlas, oírlas o tocarlas, y sin ser del todo conscientes de que están muertas. Se las llaman almas perdidas porque cuando ya han negado la muerte, es prácticamente imposible encontrarlas.

—¿Como fantasmas? —preguntó, mirando a un lado con nerviosismo—. Suena… muy mal. Gracias.

Mi jefa suspiró.

—Atrapaalmas —dijo, y la miré con curiosidad—. Creo que tu castigo van a ser unas vacaciones. Acogerás a un pupilo y le enseñarás las bases para ser un atrapaalmas.

Tardé unos segundos en procesar lo que acababa de escuchar. Me dejó sin palabras. Por un momento, creí que mi jefa me había confundido con otra persona. 

—Eres la primera que me cree capaz —murmuré.

—Tu inteligencia y experiencia hacen que confíe en tí, Maira —dijo—. Has incumplido innumerables reglas, es cierto, pero solo ha habido escasas ocasiones en la que no lo hayas hecho para ayudar a alguien. Además, no creo que tengas planeado atravesar la Puerta hasta dentro de mucho tiempo. Te prefiero por encima de muchos otros para asumir el cargo de maestro. Quiero demostrar lo que creo sobre tí.

Eran las palabras más dulces que había oído jamás. Yo, Maira… con el cargo de maestro. Llevaba mucho tiempo siendo un atrapaalmas, pero los maestros solían tener mucha más experiencia. Lo que mi jefa ofrecía era una oportunidad única. 
—¿Qui…? —dije, todavía sin creerlo del todo—. ¿Quién será mi pupilo?

—Tendré que hablarlo con los demás, aunque no será difícil encontrar a alguien apto —respondió—. De momento, encárgate de llevar este alma a través de la Puerta. Es demasiado joven para ser juzgada. 
—¡Yo podría ser su… pulipo! —exclamó el niño con urgencia.

—Pupilo —le corregí—. Supongo que serías un buen candidato para ser mi aprendiz, pero las cosas no son tan sencillas.

—En efecto —intervino mi jefa—. Por lo general, cogemos a almas más jóvenes que tú cuando mueren y las entrenamos desde su inicio para ser atrapaalmas. Es un trabajo duro y complejo, no un juego.

—Si puedo elegir entre ser como Maira y volver a vivir, prefiero lo primero, Jefa —insistió él.

—Mi nombre no es… —la mirada de mi jefa se tiñó de ese aire pensativo que siempre surgía cuando alguien conseguía que cuestionara su propio criterio—. Bueno, el niño parece determinado. No veo por qué no, en realidad. Lo tendré que consultar, claro… De momento, manténlo contigo. 

Él saltó de alegría y me miró con la sonrisa más alegre que había visto nunca. Le devolví el gesto. Luego, me volví hacia mi jefa. 

—No te decepcionaré —prometí, mirándola con admiración.

—Te creo —replicó ella, con más calidez de la que acostumbraba a emplear—. Quédate aquí hasta que te de la aprobación, aunque dudo que nadie se oponga. Intenta no meterte en problemas y enseña bien al niño. Si lo haces, ésta será la primera vez de muchas en las que tendrás este tipo de trabajos. Puedes retirarte. 

Asentí y me alejé al fin, el niño siguiéndome de cerca. Al fin me sentí como un miembro valorado entre los atrapaalmas. Supuse que todo buen trabajo tenía su recompensa. Ahora, debía educar a aquel niño para que algún día realizara mi trabajo con la misma o mayor eficacia que yo. No pensaba fallar en mi tarea. 

—Maira —dijo mientras caminábamos por el suelo blanco, suave y esponjoso, como nubes—, no entiendo por qué mi padre me mató si no estaba seguro de que su plan iba a funcionar. 

—Creo que tu padre no sabía muy bien lo que le esperaba —suspiré—. A veces, la gente es ciega ante su egoísmo. No ven las consecuencias de sus actos. Dicen que el fin justifica los medios… pero no es así. Así que ya has aprendido tu primera lección. 

—Esperó que me dejen ser atrapaalmas —comentó. 

—Te dejarán —le aseguré—. No son tan duros como parecen.

Aquello lo creía de verdad. Pronto recibiríamos el aprobado y entonces podría llevar al niño a ver el mundo, enseñarle todo lo que éste tenía que ofrecer. Sonaba bien. Hacía tiempo que no tomaba unas vacaciones y, aunque esta vez fueran a formar parte del trabajo, las disfrutaría como nunca antes. Desde luego, las necesitaba, sobre todo después del día que había pasado. 

Era algo agotador, rescatar almas perdidas.